lunes, 28 de diciembre de 2009

Dido...



Dido preparing to kill herself with Aeneas' sword.
4534: Sacchi Andrea 1599-1661: Didon abandonnée ou Didon sur le bûcher. Musée des beaux arts, Caen.


Dido, llamada también Elisa, era princesa de Tiro (Fenicia). Huyendo de la tiranía en su país, emigró a Libia, donde fundó Cartago, una gran ciudad a la que Eneas y sus compañeros llegaran, como refugiados, siete años después de terminada la Guerra de Troya. Dido recibió con hospitalidad a los exilados troyanos, y le entregó a Eneas más amor del que él fuera capaz de recibir, y sientiéndose traicionada al partir él a Italia, se suicidó.
La incumplida promesa de Cíniras 1

Por haber faltado a cierta promesa, el rey Cíniras 1 de Chipre ganó fama de mentiroso. Pues le prometió a los aqueos que enviaría cincuenta naves para ayudarlos en la Guerra de Troya, pero al final envió una sola. Sin embargo, su falta podría deberse a que en aquel momento atacaba a Chipre el padre de Dido, Belo 2, acción que acaso lo obligaba a estacionar todos los efectivos militares en sus bases locales. Al terminar la Guerra de Troya, Teucro 1—Jefe de las tropas de Salamina que lucharon contra Troya—fue a Sidón, en Fenicia (como más tarde recordaría Dido), en búsqueda de un nuevo reino, y recibió ayuda de Belo 2 para afincarse en Chipre, donde fundó la Salamina chipriota. Eso indicaría que Cíniras 1 debió ceder a Belo 2.

Muerte de Siqueo

En esa época, Dido vivía en Tiro, estando casada con Siqueo, un hombre acaudalado y de alto rango entre los fenicios. Pero después de Belo 2, llegó al trono el hermano de Dido, Pigmalión 2—un tirano malvado, según se dice. Y como amaba desmesuradamente al oro, Pigmalión 2 asesinó a su cuñado Siqueo frente a un altar, manteniendo por largo tiempo en secreto su crimen, mientras ilusionaba la credulidad de su hermana con mentiras acerca de la muerte de Siqueo.

El fantasma de su marido

Como no es raro que los muertos se aparezcan en los sueños de los vivos, también el fantasma de Siqueo vino a visitar a su mujer mientras dormía. Le reveló en sueños lo que le había acontecido, le indicó donde podía encontrar un tesoro, y la apremió para que abandonara el país. Dido entonces planeó la huida junto con los que resistían al tirano, y abandonaron todos ellos el país en las naves que sus amigos habían capturado y cargado con oro y plata.

Dido funda Cartago

La expedición tiria llegó a la costa de Libia, en la que Dido compró cierto paraje llamado «La Piel del Toro», en razón del tratado que estipulaba que recibiría un territorio cuya extensión pudiera delimitarse con una piel de toro. Y en ese lugar, fundó Dido Cartago. Esta empresa colonial, como la Historia recuerda, fue coronada por el éxito, pues Cartago se convirtió con el tiempo en una gran potencia, hasta la época en que, pese a la abundancia de sus recursos, fue arrasada por los romanos. Dido y quienes la acompañaban se habían apoderado de esa región de Libia en la que es posible evitar la vida nomádica. Y así, al llegar Eneas y su exhausta tripulación a ese país, descubrieron una ciudad que, aunque fundada hacía poco, tenía ya murallas, grandes edificios, torres magníficas, puertas en las entradas, calles pavimentadas y una ciudadela. Y en el día de su llegada, notó Eneas que se profundizaba la dársena del puerto, y se comenzaba la construcción de un teatro. Y como puede suponerse, tampoco le eran ajenos a los tirios los modales civilizados, el respeto de la ley, y la elección de magistrados y asambleas.

Llegada de Eneas

Una nación de tales características tiene, por cierto, conciencia de sus fronteras, y siente, por lo general, antipatía por los extraños. Conociendo la textura de ese paño, Zeus envió a Hermes a Cartago para que preparara mentalmente a la reina Dido y a sus súbditos de modo que recibieran pacíficamente y con hospitalidad a Eneas y los refugiados troyanos. Dido se encontró con Eneas por primera vez al llegar ella al templo de Hera, donde Eneas y sus camaradas se hallaban. Era aquel un espléndido edificio, erigido en medio de una arboleda en el centro de la ciudad, y adornado con frescos que representaban episodios de la Guerra de Troya, los que Eneas muy bien conocía, por haber participado en esa guerra, siete años antes.

Hospitalidad de Dido

Una vez que la reina, sentada en su trono en el pórtico del templo, hubo emitido decretos y leyes, y distribuido tareas, Ilioneo 3, el de mayor edad de los troyanos, se dirigió a Dido para solicitarle los autorizara a reparar las naves en la costa cartaginesa. Dido, suavizada ya por Hermes, les ofreció entonces protección, escoltas, suministros, y hasta la opción de compartir con ella, en pie de igualdad, su nuevo reino. Al percibir la generosidad de la reina, Eneas se presentó con palabras, cuya profunda verdad ni él mismo anticipó:

«No podemos, Dido, darte las gracias que mereces…» (Eneas a Dido. Virgilio, Eneida 1.601).

Eneas en el palacio de Dido

Sin embargo, sonaron esas palabras en los oídos de Dido cual dulce música, porque, como ya se enterara, el que las pronunciaba era el famoso Eneas, hijo de una diosa. Y así los invitó:

«…vamos, jóvenes, entrad en nuestras casas…» (Dido a Eneas y sus compañeros. Virgilio, Eneida 1.627).

…introduciendo a Eneas en el palacio real, donde un banquete ya se preparaba. El tesoro de Siqueo debe haber sido enorme, a juzgar por los lujosos bordados de los cortinajes púrpuras, por la vajilla de plata y los recipientes de oro. Así que vio tanta riqueza, pensó Eneas que había llegado el momento de ofrecerle regalos a su anfitriona. No se le había ocurrido antes, puesto que recién ahora enviaba a un oficial a las naves para que trajera un vestido decorado con brocado en oro y un velo que Helena había heredado de su madre, Leda, y que llevara de Esparta a Troya cuando escapó, abandonando marido e hija, con el seductor Paris. A parte de estos bienes aqueos, pidió Eneas que se trajeran otros objetos valiosos, que él, a escondidas, había logrado sacar de Troya hacia el final de la guerra: piedras preciosas, un collar de perlas, y un cetro que otrora blandiera una princesa troyana. Y además le ordenó al oficial que trajera consigo a su hijo Ascanio 2.

Las burlas de Afrodita

Pero al notar la hospitalidad cartaginesa, sospechó Afrodita que era la obra de Hera, que de esa manera se disponía a obstruir lo que el hado reservaba a Eneas en Italia. Le pidió entonces a su hijo, Eros, que, por una noche, se hiciera pasar por Ascanio 2, y que, al venir con los regalos, inflamara de amor a Dido. Fue así que Eros, con el aspecto de Ascanio 2, se apareció en el palacio mientras a éste lo drogaba y adormecía Afrodita, acostándolo en un lecho de flores, bajo las arboledas de Idalio, en Chipre.

Bebiendo amor

No es de extrañar que todos en el palacio se admiraran, no sólo de los regalos, sino también del aspecto de quien creían era Ascanio 2, pues resplandece un dios como nunca un mortal. Conmovieron a Dido tanto los regalos como el muchacho, que, acercándose a la reina, borró de su mente la memoria de su amado esposo, Siqueo. Y cuanto más tomaban todos el vino de la misma copa, más bebía la reina de aquel amor.

Los cuentos de Eneas

Y como el amor excita la curiosidad, no se cansaba Dido de escuchar las larguísimas anécdotas de guerra que Eneas se atrevió a calificar de breves. Llamó éste malvados a los aqueos por la engañifa del CABALLO DE MADERA; defendió a Palamedes; condenó la blasfemia de Diomedes 2, y calificó a Odiseo de maestro del crimen. Relató después la increíble historia de las serpientes gemelas que, con gran sentido de la oportunidad, mataron a Laocoonte 2, el adivino que advertía a los troyanos contra el CABALLO DE MADERA. Pues ahora, explicó Eneas, ya no pudieron los troyanos sino deducir que a Laocoonte 2 lo había castigado alguna deidad por haber arrojado su lanza contra el sospechoso artefacto.

Relató Eneas aquella noche, esas y muchas otras historias sobre la Guerra de Troya, y cuanto más Dido escuchaba, más se enamoraba del exilado troyano. Pues de todas las experiencias humanas, es la guerra la más impresionante. Y atrás de las anécdotas bélicas, vinieron las proezas de la navegación, que conmueven por igual, y llaman a admirar el coraje y la destreza de sus protagonistas.

Anna 1 aconseja a Dido

De este modo, al terminarse los cuentos, quedó la reina locamente enamorada, o hechizada, tanto por las hazañas de Eneas como por la hermosura y vigor de su tronco y hombros. Aún así, se había jurado ella, después de que la muerte la trampeara al llevarse a su primer marido, no permitir que el amor se adueñara otra vez de su corazón. Por eso, al día siguiente, confiándole sus sentimientos por Eneas, le dijo a su hermana Anna 1:

«Aquél, el primero que con él me unió, se llevó mis amores; que los tenga consigo y los guarde en su sepulcro.» (Dido a su hermana Anna 1. Virgilio, Eneida 4.28).

Pero como nada parece más natural que ceder al amor si éste agrada, le respondió Anna 1 con esas trilladas palabras, que tan bienvenidas son:

«Oh, más querida para tu hermana que la luz, ¿te desgarrarás sola, afligida, en mocedad eterna, sin conocer dulces hijos ni los presentes de Venus?» (Anna 1 a Dido. Virgilio, Eneida 4.32).

Amor y otras cosas

Y en caso de que no alcanzaran los motivos del corazón, añadió Anna 1, otros de valor práctico: Que si los troyanos fueran hermanos de armas, podrían fortalecer la ciudad, que estaba rodeada de naciones hostiles, sin contar las amenazas que profería desde Tiro el hermano de Dido. Al oír las palabras de su hermana, Dido sintió como su amor se convertía de chispa en llama. Pues todo parece más claro y razonable cuando se ven a los motivos prácticos y a los deseos del corazón disparar en la misma dirección. Y hasta las pasiones más descabelladas son capaces de encontrar en tales razones una respetable morada en la que vivir disfrazadas.

Paseos por la ciudad

Transida de amor, no perdía Dido ocasión de estar con Eneas. Paseaba con él por la ciudad y le mostraba las riquezas del país, invitándolo, de ese modo, a sentirse en la ciudad como en su propio hogar. Y como a los hombres les encanta que se los escuche, le pedía ella que le contara las historias de Troya una y otra vez. Así pasaban los días, en placentera compañía. Pero a las noches las desperdiciaba la soledad.

Dicen que Hera, que deseaba que Eneas se quedara en Cartago para que no fundara su nuevo reino en Italia, les dio ocasión de amarse al enviar una lluvia torrencial durante una cacería. Eneas y Dido tuvieron que refugiarse en una cueva, y aunque una cosa son deseos y muy otra realidades, se empeñó Dido en calificar de «matrimonio» la unión de la cueva.

Obras públicas

Ahora bien, de amor el Estado no sabe nada, y los funcionarios públicos rara vez saben gran cosa, estando como están ocupadísimos en la construcción de edificios y puertos, o en la defensa del reino, o en todo tipo de asuntos administrativos y legales. Desde su punto de vista, todo lo que hacen es por el bienestar del Estado. Pero si el soberano estuviese enamorado, y por su capricho se volviera negligente, podrían los funcionarios públicos perder su motivación y dedicarse a no hacer nada, como efectivamente aconteció cuando percibieron que una pasión amorosa se había apoderado de Dido.

Opinión pública

A eso se añadía lo que hoy se conoce como «opinión pública», la cual, como ama escandalizarse, busca libertinajes por todas partes. Aguijonadas por el Rumor, de quien dicen es el viajero más veloz sobre la faz de la tierra, ciudades enteras confunden hechos con ficciones, dedicándose a un chismeo interminable, que no consigue discriminar entre lo falso y lo verdadero, debido a que la diversión que brindan la Fama y sus rumores le parece de más peso que cualquier otra consideración.

La Fama provoca indignación

Y de peso es también la indignación que la Fama provoca. Pues al enterarse el rey Yarbas, hijo de Zeus-Amón, que la reina de Cartago—la misma que una vez rechazara sus propuestas matrimoniales—no cuidaba ni apariencias ni reputación por estar locamente enamorada, le rogó a su padre que le pusiera punto final a ese romance, y que le impidiese a Eneas y a sus afeminados compañeros (como le plugo calificarlos) que se enseñoreasen de Cartago, ciudad que ambicionaba para sí mismo.

Hermes visita a Eneas.

Dicen que Zeus oyó la plegaria de su hijo, que estaba en perfecto acuerdo con su propio designio, y envió a Hermes a Cartago para recordarle a Eneas de su destino, que no era quedarse en la ciudad tiria, sino fundar un nuevo reino en Italia. Y mientras Eneas hacía de inspector de obras públicas, se le apareció Hermes y le dijo:

«¿Tú te dedicas ahora a plantar los cimientos de la alta Cartago y complaciente con tu esposa construyes una hermosa ciudad? ¡Olvidas, ay, tu reino y tus propios deberes!» (Hermes a Eneas. Virgilio, Eneida 4.265).

A estas palabras de Hermes, siguieron otras, recordatorias todas del reino de Italia y del futuro de su hijo Ascanio 2. Y, transmitido el mensaje, desapareció el dios sin dejar rastro.

Buscando palabras

Es más fácil para un dios, cuya existencia no sabe de penas, viajar enormes distancias para darle instrucciones a un mortal, que para un mortal tomar una decisión de cualquier calibre que sea. Pues aunque nadie sabe qué palabras susurró Eneas a Dido cuando yacían en el lecho, sentía él ahora que no le sería fácil romper su relación con ella. Y así se ocupaba su mente desavenida en encontrar las palabras, que, por bien dichas, pudiesen distraerla de lo que dirían.

Eneas enfrenta a Dido

Mientras inventaba la mejor manera de enfrentar este delicado asunto, tomó Eneas las medidas necesarias para que su decisión fuera irrevocable. Sin informar a Dido, preparó la partida de la flota y concentró a los troyanos en la playa, por si se producía una pelea. Se dice que Eneas tenía la intención de hablarle a la reina antes de partir. Pero ella se enteró por otras vías de los preparativos de la flota, o como dicen, a través de las obras de la Fama y sus rumores. Así que, no bien encontró a Eneas, le reprochó:

«¿Es que creías, pérfido, poder ocultar tan gran crimen y marcharte en silencio de mi tierra?» (Dido a Eneas. Virgilio, Eneida 4.305).

…lo amenazó:

«¿Ni nuestro amor ni la diestra que un día te entregué ni Dido que se ha de llevar horrible muerte te retienen?» (Dido a Eneas. Virgilio, Eneida 4.307).

…y le rogó:

«Por estas lágrimas mías y por tu diestra (que no me he dejado, desgraciada de mí, otro recurso), por nuestra boda, por el emprendido himeneo, si algo bueno merecí de tu parte, o algo de la mía te resultó dulce, ten piedad de una casa que se derrumba, te lo ruego, y abandona esa idea, si hay aún lugar para las súplicas.» (Dido a Eneas. Virgilio, Eneida 4.315).

Otras cosas que explicó

También le expuso cómo, por su causa, se había ganado el odio de las tribus y jefes nómadas de Libia, siendo que hasta los mismos tirios le eran hostiles, al haber perdido su buen renombre. Le recordó asimismo las amenazas de su hermano Pigmalión 2, y las del vecino rey Yarbas, pero no logró despertar en Eneas, ni sentimiento de deuda, ni instinto de protección por la mujer que había amado. Vencida, concluyó:

«¿A quién me abandonas moribunda, mi huésped (que sólo esto te queda de tu antiguo nombre de esposo)?» (Dido a Eneas. Virgilio, Eneida 4.324).

La respuesta de Eneas

Eneas respondió, en términos habituales, que ella merecía reconocimiento y elogio por su generosidad, y lo que pudiese reclamar, y que él, por su parte, mantendría vivo su recuerdo por el resto de su vida. Dejó en claro, sin embargo, que nunca le había ofrecido matrimonio, sabiendo que su destino era Italia. Se parapetó detrás de su hijo, argumentando que, de quedarse en Cartago, privaría a Ascanio 2 de su reino. Por último, se remitió a los dictados del Cielo, y aseguró que su partida no dependía de él, sino de los dioses.

Fin del gran amor

Eso fue lo que el náufrago Eneas—el vencido de Troya, el despojado, el refugiado—se atrevió a decirle a la mujer que le había restituido su perdida flota, y ofrecido amor, cobijo y parte de su reino, además de haber salvado de la muerte a sus amigos. Abandonó Dido ya toda esperanza y maldijo al que se iba:

«…cuando la fría muerte prive a estos miembros de la vida, sombra a tu lado estaré por todas partes. Pagarás tu culpa, malvado.»" (Dido a Eneas. Virgilio, Eneida 4.324).

Así llegó a su fin ese gran amor. Afirman algunos que cuando Eneas, obedeciendo a los dioses, fue a reunirse con la flota, sentía que su corazón aún se derretía de amor por ella.

Dido pide un último favor

Dicen que Dido vigilaba desde las azoteas la playa donde Eneas preparaba su partida. Ahí envió a su hermana Anna 1 (que había sido confidente de Eneas) a rogarle al capitán troyano un último favor: que no partiese de inmediato, sino que aguardase vientos favorables, de modo que pudiese ella, entretanto, aprender a sufrir. Dijo Dido:

«…pido un tiempo muerto, descanso y tregua para mi locura, mientras mi suerte me enseña a soportar el dolor de la derrota. Éste es el último favor que pido.» (Dido a Anna 1. Virgilio, Eneida 4.433).

Anna 1 transmitió a Eneas los ruegos de su hermana. Pero al apoderarse el destino de los sesos de un hombre, se endurece a menudo su corazón. Por eso no hubo tentativas que conmovieran a Eneas, invulnerable ahora a toda súplica.

Fenómenos raros

Cuando el que había recibido y aceptado su bondad le negó ese último favor, comenzó Dido a experimentar cosas extrañas: El agua sagrada se ponía turbia, el vino se convertía en sangre… Oyó la voz de ultratumba de su marido Siqueo, llamándola. En sus sueños se veía caminando, víctima de eterno abandono, por un camino sin fin, en medio de un paisaje desolado. Viendo, por lo que le acontecía, que el dolor la superaba, la reina se resolvió a morir.

Invenciones de Dido

Para que Anna 1 no se enterara de su decisión, inventó Dido una historia acerca de una sacerdotisa y hechicera. Dijo a su hermana que los artificios de esa mujer eran capaces de liberar el corazón de una persona, o al revés, de sujetarlo a los dolores del amor. Que también podía la hechicera detener los ríos, hacer que las estrellas volaran en dirección contraria o que aparecieran fantasmas, y muchas otras cosas, que, según propio testimonio, pueden realizar quienes recurren a la magia. Le pidió Dido a su hermana que apilase una pira funeraria y que pusiera en ella las armas de Eneas y todo otro vestigio de él, además de la cama en la que habían dormido juntos. Y dijo:

«…ponlos encima: todos los recuerdos de un hombre nefando quiero destruir, y lo indica la sacerdotisa.» (Dido a Anna 1. Virgilio, Eneida 4.498).

Muerte de Dido

Sin sospechar que Dido planeaba su propia muerte, obedeció Anna 1 a su pedido. Y el mismo día que los troyanos zarparon, la reina ascendió a la pira funeraria y se dejó caer sobre la espada de Eneas. Demasiado tarde llegaron los sirvientes y la misma Anna 1, a quien había despistado la historia de la hechicera. Pero su agonía fue larga. Dicen que Hera se apiadó de su sufrimiento y envió a Iris 1 para que separara el alma del cuerpo. Pues explican que, como Dido no moría ni de muerte natural, ni por violencia ajena, sino por causa de un loco impulso, no se apuraba Perséfone a cortar la trenza de oro de su cabeza. Pero anunció Iris 1, al llegar volando del Olimpo:

«Esta ofrenda a Hades recojo como se me ordena y te libero de este cuerpo.» (Iris 1 a la agonizante Dido. Virgilio, Eneida 4.704).

Con esas palabras, cortó la diosa el cabello de oro, y Dido pudo morir. Así llegó a su fin esta reina, que, habiendo huido de su país, fundó un gran reino, y que luego lo sacrificó todo, excepto su amor, por causa de Eneas. Por eso se ha escrito:

«Ocasionó Eneas su muerte, y prestó la espada;
Dido, por propia mano, en el polvo fue enterrada.» (Ovidio, Heroidas 8).

El fantasma de Dido

Eso mismo habrá pensado Dido. Porque cuando la flota llegó a Cumas, en Italia, y Eneas, guiado por la Sibila, descendió al Mundo Subterráneo, se encontró ahí con Dido, que, reunida con su marido tirio, Siqueo, se negó a dirigirle la palabra. Estaba ella entre los que ni la muerte cura las penas de amor.

Una vez más quiso Eneas explicar que no había abandonado Cartago por propia voluntad, sino obedeciendo los dictados del Cielo. Y como si hubiese olvidado lo que ella le advirtiera, le dijo:

«…creer no pude que con mi marcha te causara un dolor tan grande.»

…y como ella empezara a desaparecer, le rogó:

«Deténte y no te apartes de mi vista. ¿De quién huyes? Por el hado, esto es lo último que decirte puedo.» (Eneas al fantasma de Dido. Virgilio, Eneida 6.463).

Pero ella se fue con Siqueo, que igualaba su amor.

Epílogo: El destino de la hermana de Dido

Al morir Dido, el moro Yarbas invadió el país y capturó el palacio. Anna 1 huyó, refugiándose en la isla de Mélite (hoy Malta), donde la acogió el rey Bato 3. Sin embargo, este soberano, amenazado de guerra por Pigmalión 2 (hermano de Anna 1), no se atrevió a mantener su hospitalidad. Al pasar tres años, debió Anna 1 buscar otras tierras de exilio. Y en esa búsqueda, una tormenta arrastró a su nave a las costas del Lacio, donde Eneas, casado ahora con Lavinia 2, le ofreció refugio. Al no existir otra alternativa, Anna 1 aceptó la hospitalidad de Eneas y entró en su palacio. Pero la misma noche, tuvo una visión de Dido, que, despeinada y ensangrentada, le exigía, al borde de su cama, que abandonara el palacio de Eneas. Obedeció Anna 1 a su visión, y, saliendo al exterior por una ventana, escapó. Al llegar al río Numicio, desapareció, y cuando al fin llegaron los hombres de Eneas a buscarla, apareció brevemente otra vez para decir:

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